Desde hace tiempos inmemoriales a los felinos nos han explicado historias de otros seres de cuatro patas. Seres feroces, devoradores de mininos sin contemplación ninguna, algo así como el ogro que viene a por los humanos cuando se portan mal. Esas historias, que nos las hemos explicado nosotros mismos, nuestros compañeros de raza, nuestros antepasados e incluso los humanos en un intento de protección exagerado, se han ido filtrando en lo más profundo no solo de nuestra alma, sino también diría de nuestro ADN, grabado en nuestros 38 cromosomas. Así pues, yo nací y crecí con ese miedo hacia los cánidos sin ni siquiera haber visto uno. En mi mente, lo imaginaba como un ser depravado, algo enorme que comía gatos por devoción, que nos hincaba el diente por puro placer como si fuera un vulgar vampiro de felinos. Algunos de mis muchachos me advertían: Playete, cuídate al asomarte a la calle que se te puede lanzar uno de esos seres abominables. Lo más curioso es que casi nunca pronunciaban su nombre como si solo por pronunciarlo el poder del cánido fuera a llegar a donde estuviéramos. O al menos eso creía yo.
A base de especulaciones y en mis numerosos sesteos, me iba dando cuenta que los “innombrables” se estaban convirtiendo en una obsesión que martilleaba mi pensamiento y lo que era peor no me dejaba vivir en paz y con tranquilidad. Ni zen, ni relax ni meditación que valga.
La obsesión fue tal que en cuanto oía un ruido que era un sucedáneo de un ladrido huía de las faldas sobre las que estuviera. Cuando por la noche, el perro de la vecina aullaba, los pelos y la cola se me erizaban. Y si intentaba asomar la cabeza por la entrada de la agencia, lo hacia con sigilo no fuera a haber por allí un cánido esperando. Total, que dejé de disfrutar y solo sufría ante la idea del cánido.
Y así me he pasado toda la vida, con la angustia pegada a mi cuerpo. Bueno, eso es lo que ocurría hasta hace tres días. Ese día un pequeño hecho que podía pasar desapercibido cambio mi vida. Fue el día que me hizo replantearlo todo. Ese día, como suele ser habitual, por la mañana a Play habían ido llegando mis muchachos. Me había paseado por alguna falda, había incordiado en alguna mesa hasta que me habían echado y cansado de que nadie me prestara atención empecé a dar vueltas por la oficina sin ton ni son. Y entonces sucedió. Estaba a unos metros de la puerta abierta cuando algo entró en dirección a mí. Yo me quedé con los ojos como platos, las pupilas dilatadas y preguntándome que era aquello. Y así me quedé, quieto, tranquilo, defendiendo mi territorio de posibles enemigos desconocidos. Mis muchachos se levantaron de la silla, pude notar sus miradas hacia la escena y oí sus suplicas: ¡Cuidado Play! Yo no entendía que interés podía tener aquello, ni mucho menos aquellas palabras. Aquello que había delante de mi estaba tranquilo, solo olisqueaba el aire y me miraba de hito a hito. Entonces la tensión del momento se rompió y éste desapareció.
En ese momento, me giré sorprendido y miré a todos mis muchachos que estaban expectantes. Rompieron a aplaudir y a felicitarme: ¡Muy bien, Playete! ¡Qué valiente! ¡Ni se le ha erizado el rabo! ¡Has defendido muy bien tus territorios! Y yo pensaba: ¿Pero qué les pasa a estos? ¿Se les ha ido totalmente la cabeza? Y entonces lo entendí. Seguro que ni has reconocido que eso que ha entrado por la puerta era un perro, ¿verdad Playete?, me dijo una de mis muchachas. ¿Perro? ¿Eso era un cánido? ¿Eso que he tenido delante era la peor de mis pesadillas?, dije maullando.
Y aquello me hizo cuestionármelo todo. Temiendo siempre a algo que ni siquiera sabía lo que era y que ahora que los sé, ni siquiera me ha erizado la piel –mejor dicho el pelaje.
En fin, como siempre suele suceder es más lo que la mente provoca que luego la palpable realidad. ¡Gatos y humanos, no dejéis que el cánido os asuste ni os dejéis asustar por vosotros mismos! ¿O tal vez esto último sea una redundancia?
Próximamente, o en un par o tres de semanas, más y mejores ronroneos.
Palabra de Playete
A base de especulaciones y en mis numerosos sesteos, me iba dando cuenta que los “innombrables” se estaban convirtiendo en una obsesión que martilleaba mi pensamiento y lo que era peor no me dejaba vivir en paz y con tranquilidad. Ni zen, ni relax ni meditación que valga.
La obsesión fue tal que en cuanto oía un ruido que era un sucedáneo de un ladrido huía de las faldas sobre las que estuviera. Cuando por la noche, el perro de la vecina aullaba, los pelos y la cola se me erizaban. Y si intentaba asomar la cabeza por la entrada de la agencia, lo hacia con sigilo no fuera a haber por allí un cánido esperando. Total, que dejé de disfrutar y solo sufría ante la idea del cánido.
Y así me he pasado toda la vida, con la angustia pegada a mi cuerpo. Bueno, eso es lo que ocurría hasta hace tres días. Ese día un pequeño hecho que podía pasar desapercibido cambio mi vida. Fue el día que me hizo replantearlo todo. Ese día, como suele ser habitual, por la mañana a Play habían ido llegando mis muchachos. Me había paseado por alguna falda, había incordiado en alguna mesa hasta que me habían echado y cansado de que nadie me prestara atención empecé a dar vueltas por la oficina sin ton ni son. Y entonces sucedió. Estaba a unos metros de la puerta abierta cuando algo entró en dirección a mí. Yo me quedé con los ojos como platos, las pupilas dilatadas y preguntándome que era aquello. Y así me quedé, quieto, tranquilo, defendiendo mi territorio de posibles enemigos desconocidos. Mis muchachos se levantaron de la silla, pude notar sus miradas hacia la escena y oí sus suplicas: ¡Cuidado Play! Yo no entendía que interés podía tener aquello, ni mucho menos aquellas palabras. Aquello que había delante de mi estaba tranquilo, solo olisqueaba el aire y me miraba de hito a hito. Entonces la tensión del momento se rompió y éste desapareció.
En ese momento, me giré sorprendido y miré a todos mis muchachos que estaban expectantes. Rompieron a aplaudir y a felicitarme: ¡Muy bien, Playete! ¡Qué valiente! ¡Ni se le ha erizado el rabo! ¡Has defendido muy bien tus territorios! Y yo pensaba: ¿Pero qué les pasa a estos? ¿Se les ha ido totalmente la cabeza? Y entonces lo entendí. Seguro que ni has reconocido que eso que ha entrado por la puerta era un perro, ¿verdad Playete?, me dijo una de mis muchachas. ¿Perro? ¿Eso era un cánido? ¿Eso que he tenido delante era la peor de mis pesadillas?, dije maullando.
Y aquello me hizo cuestionármelo todo. Temiendo siempre a algo que ni siquiera sabía lo que era y que ahora que los sé, ni siquiera me ha erizado la piel –mejor dicho el pelaje.
En fin, como siempre suele suceder es más lo que la mente provoca que luego la palpable realidad. ¡Gatos y humanos, no dejéis que el cánido os asuste ni os dejéis asustar por vosotros mismos! ¿O tal vez esto último sea una redundancia?
Próximamente, o en un par o tres de semanas, más y mejores ronroneos.
Palabra de Playete
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